jueves, 8 de octubre de 2009

Contra las patrias. (5)


Todas las almas tienen uno o varios puntos ciegos, zonas de espítitu que no responden a los estímulos simbólicos habituales. El patriotismo es el más notable de los rincones refractarios de la mía. No quiere decir esto que sea insensible al espectáculo de la lealtad, las banderas o a la gloria de los imperios. Todo lo contrario: cualquier cosa que exalta y tonifica al hombre me parece inmediatamente conmovedora. Tengo fácil la cuerda de la simpatía colectiva, sobre todo cuando se reviste de suntuosidad heroica. Puedo derramar lágrimas oyendo una marcha de gaitas escocesas o la Marsellesa, viendo en una película entonar la Internacional o contemplando la derrota de Rommel en el desierto africano: en Venecia, me entusiasmo con los orgullosos triunfos del León de San Marcos y soy capaz de compartir lo mismo el arrebato por los rascacielos neoyorquinos que la admiración por el tesón de los guerrilleros centroamericanos. Por decirlo de una vez, tengo todos los patriotismos, pero no uno solo, no uno al que pueda llamar mío. Siento las peculiaridades de mi tierra, pero también amo con versátil ingenuidad las de cualquier otra. Y, desde luego, detesto a los patriotas de oficio y beneficio, a los maniáticos unilaterales, a los profesionales de la glorificación de "lo de casa", a los que se pavonean ostentando un vino del terruño o el nombre célebre de uno de sus conciudadanos como si se tratara de una medalla ganada por virtud propia. Sólo quien nada vale por sí mismo puede creer que hay mérito en haber nacido en determinado lugar o bajo determinada bandera. Por otro lado, desde muy joven tuve a los nacionalismos por una grave desgracia colectiva, enemiga principal de la paz entre los países y de la emancipación de los individuos.

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