lunes, 20 de julio de 2009
Corre, Rocker. (7)
De una manera superficial, veíamos en esa generación una obsesión por el desgarro de la contienda del treinta y seis que nos parecía aburrida, provinciana y anclada en el pasado. Ingenuamente, pensábamos que, por no haber sido traumática para nosotros, la memoria de la guerra civil tampoco nos marcaría. De manera injusta, hacíamos un mismo paquete odioso con el cansancio de ese tema y otras preocupaciones de la generación precedente (masturbación culpable, problemas para aceptar la pulsión sexual indiscriminada, etc.). Aceptábamos nuestras ventajas como si fuera la normalidad, sin darnos cuenta de lo excepcional de nuestro caso. Los que debutamos como adolescentes ambiciosos en 1977 disfrutamos de una educación extraña e irrepetible. Hasta los doce o trece años recibimos en las escuelas los últimos y descafeinados rigores de la catequesis tardofranquista que, con la vista puesta en el futuro, ya ensañaba sus patéticos intentos de puesta al día. Eso nos otorgó perspectiva suficiente como para valorar hasta qué punto podía haber resultado desesperante y opresivo recibir toda tu educación en ese ambiente de fariseísmo. justo cuando empezábamos a segregar las hormonas de la edad más decisiva, empezó la transición democrática. Desfilaron entonces por aquellos colegios unos sexólogos y psicólogos que contradecían abiertamente la versión de la vida promovida por los sacerdotes apenas dieciocho meses antes. Esa visión tan seguida de las dos caras de la moneda creó toda una generación de escépticos posibilistas, de saludables cachorros de fauno. El grupo más efectivo de ácratas y terroristas culturales que he conocido tenía quince años y era un curso completo de bachillerato. El mayor susto para la gente de orden en cualquier época de transición hacia unas libertades puede ser comprobar con qué naturalisdad germina la semilla del librepensamiento entre los jóvenes.
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