Me acabo de tragar la sexta temporada --cortesía de Amazon.com-- y les puedo decir que han sido unos días magníficos. Mientras ahí afuera reinaban el patriotismo, los problemas de financiación, la enésima catástrofe del Barça, las necesarias embajadas de la Generalitat en el extranjero (igual quedan más parientes de Carod Rovira por colocar), aquí dentro --o sea, en mi saloncito-- se sucedían los episodios de un violento dramón de tintes shakespearianos que, llámenme marginal, o majareta, o lo que se les antoje, me resultaban más interesantes, cercanos, estimulantes y humanos que los discursos de Montilla, las inanidades de Zapatero, las jeremiadas de Joel Joan o el autobombo de los figurones de TV-3 en su 25° aniversario. Estoy llegando a la conclusión de que hoy día, en Barcelona, el mayor escapismo es la realidad.
Sobre The shield puede decirse lo mismo que se ha dicho acerca de The wire o Los Soprano, así que, ¿para qué insistir en la eficacia de la televisión a la hora de abordar las grandes historias o en que el talento que rebosa de la pequeña pantalla norteamericana se echa de menos en la grande? Prefiero urgirles a que se hagan con las cinco temporadas de la serie ya editadas en nuestro país y que se sumerjan en el universo que les propone Shawn Ryan, el padre de la criatura, un universo incómodo pero cargado de vida en el que, por el mismo precio y a diferencia de, por ejemplo, El cor de la ciutat, se retrata con la precisión de un Balzac o un Galdós una ciudad, los mecanismos que la rigen y su complejo entramado de razas, costumbres, estamentos sociales y humanas vicisitudes.
Una ciudad que, efectivamente, no es la nuestra, pero que The shield nos hace más cercana que la que nos vio nacer: esa bonita postal en la que no se aprecian la suciedad, el hedor, el mal y la estupidez, como bien sabe Woody Allen.
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