martes, 11 de agosto de 2009
Corre, Rocker. (25)
En el verano de 1988, dando uno de mis habituales paseos por Calafell, vi a Carlos Barral sentado en el pretil de la ancha avenida costera del pueblo. Era un anciano sin edad de anciano y me sorpendió su aspecto desmejorado. Se rumoreaba que estaba muy enfermo, pero cabía desconfiar pues de aquella pintoresca figura literaria vestida de lobo de mar se habían contado en el pueblo muchos chismorreos exagerados. Verlo más envejecido que en cualquiera de mis recuerdos me impresionó. La sensación de tiempo que se escapaba (algo frecuente en mi ánimo por aquellos días) me hizo imaginar que me atrevía a hablarle. Yo buceaba en las colecciones de tapa marrón de El Bardo, y por esos días había recibido una oferta de colaboración semanal en el diario ABC. Sentía la soberbia del escritor y aparecían entonces textos que no tenían un sencillo encaje como letras de canciones. Me senté a un metro de él, bebiendo del mismo rayo de sol. Encendí un cigarrillo. Tenía fama de ser persona de asequible abordaje. Miré negligentemente a las fachadas de las casas de pescadores que se hallaban frente a nosotros. Soy un cobarde. No me atreví a hablarle.
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